- "¿Qué es lo peor de ser viejo, Alvin?".
- "Lo peor de ser viejo es cuando recuerdas tu juventud".
Trece años he tardado en ver por vez primera “Una Historia Verdadera” (“The Straight Story”), de David Lynch. Recuerdo haberlo planeado en el momento de su estreno, también poco después, incluso más tarde, pero nunca llegué a hacerlo. Sabía cuál era la sinopsis de la misma, también que no era una de las típicas “difíciles” películas de Lynch, y, sobre todo, que toda la crítica parecía haberse puesto de acuerdo en que estábamos ante una road movie con maneras de obra maestra. Este fin de semana llegó el momento de saldar esa deuda.
Y tenían razón, estamos ante una obra maestra. “Una Historia Verdadera” es eso, una historia verdadera. Un hecho real ocurrido en 1994 y protagonizado por un hombre de 73 años, Alvin Straight, que viajó desde Laurens (Iowa) hasta Mount Zion (Wisconsin) a través de 500 kilómetros y durante 6 semanas montado en su cortacésped “John Deere”.
Alvin decide iniciar este viaje después de recibir la noticia de que su hermano Lyle, con el que no se habla desde hace diez años, ha sufrido un infarto. Los últimos achaques de salud de Alvin le descubren ante el ocaso de su vida, y decide que es el momento de desatar las ligaduras del orgullo y el rencor para volver a ver a Lyle. Acuciado por su menguada visión y la falta de un carnet de conducir, decide que la mejor manera de realizar ese viaje es a bordo de una cortacésped. Y quiere, necesita, hacerlo solo. A partir de ahí se inicia una historia tan simple como visualmente perfecta, sustentada tan sólo en un inmenso Richard Farnsworth en el papel de Alvin Straight (eje total y absoluto del film), su viaje, y la gente y conversaciones que surgen en el mismo. E iniciamos un viaje con él y participamos de sus reflexiones. Nos empapamos de su serenidad, de su talante ante los pequeños contratiempos, de su obstinación, de su gratitud, de las rosas y espinas de su pasado, de los ojos de Farnsworth… Sí, de los ojos de Farnsworth y su deleite por la contemplación. Del disfrute visual de las pequeñas cosas de la vida. De un cielo estrellado, de una tormenta con rayos, de un campo de maíz, de una cerveza “Miller’s” bien fría.
Todo ello resulta indisoluble de una melancólica banda sonora ofrecida por Angelo Badalamenti (habitual de Lynch), que se agarra al paisaje y a la historia tanto como la guitarra de Ry Cooder se ajustaba como un guante a otra road movie, el “Paris, Texas” de Wenders. La fantástica fotografía de Freddie Francis acentúa a través de precisos planos aéreos, el titánico empeño de Straight atravesando la inmensidad de la América profunda sobre un arañazo de asfalto, persiguiendo, tenaz, su sueño. Mención también para Sissy Spacek en su papel de Rose, la hija tartamuda que vive con Alvin, a la que un hecho del pasado ha despojado de sus hijos. Su papel no es especialmente relevante en la historia, pero en la piel de Spacek su ternura conmueve tanto como la del mismo Fransworth. La película transcurre al mismo ritmo que el vehículo y las reflexiones de Alvin. Lenta, calmada, pausada. Habrá a quien eso le resulte un inconveniente. No es mi caso.
Finalmente Alvin llega a su destino, y Lynch sintetiza el encuentro en tres simples minutos para, desde una economía de diálogos y a través de los ojos de Farnsworth y Harry Dean Stanton, ofrecernos, dentro ya de una obra magnífica, tres de los más bellos minutos que haya dado la historia del cine. Inolvidable. Lírica. Un regalo para el alma. No más. No menos. Para gozarla, al menos, una vez cada año. Gracias, Lynch.
"Laurens Walking" - Angelo Badalamenti (1999)
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